ACN.- Este es un artículo elaborado por el P. Ángel Luis Lorente, asesor espiritual Fundación Pontificia Ayuda a la Iglesia Necesitada- México:
Hace ya casi una década que me destinaron a trabajar en la Ciudad de México, lo cual quiere decir que estoy inmerso en la vorágine de la “pastoral urbana” desde entonces, y en consecuencia, muy lejos del marco y objetivo del artículo que me solicitan.
Pero antes de eso tuve la inmensa suerte de haber trabajado como misionero en las altas cordilleras de los Ande, por 9 años y en las selvas peruanas por otros 7. Es a esos tiempos a los que me remito para poder narrarles algo de las experiencias vividas y poder así responder -no exhaustivamente y pecando de generalización- a la pregunta que me hacen: “el sentido de la muerte en tierra de misión”.
La primera idea que quisiera resaltar al respecto es, que a diferencia de nuestras sociedades occidentales permeadas por la cultura cristiana por muchos siglos y, por lo mismo, no carentes del sentido de trascendencia de la vida, aunque cada vez más materializadas y -en consecuencia- mermadas en demasía de fuerza espiritual, lo que impide proyectarse hacia “el más allá de la muerte”, en la cultura andina de herencia Inka, la muerte nunca es vista como “el fin de la vida” sino como “un hito en su continuidad”, o sea, la muerte es parte importante de la vida.
Partiendo de aquí, vemos la facilidad con que la escatología cristiana fue asimilada por la cosmovisión inkaica sin mayor ruptura cultural ni religiosa.
Mi primera sorpresa en tierra de misión fue ver el sentido de “fiesta” con que el indígena adorna el momento de la muerte, nunca visto como algo “trágico”, sino comprendido como parte natural de la vida. Ven la muerte como un viaje a otra dimensión de la vida, y una dimensión “más plena”. Pero, a pesar de ello, no abandonan del todo la pertenencia a este mundo. Hay una creencia de que los muertos viven en permanente atención con sus familiares y con su comunidad. De ahí también, el uso de invocar a los difuntos cuando sea necesario.
Hay una frase llamativa en quechua: «Ujllatamin wañunchij kay kawsaypiqa«, «Solamente una vez morimos en esta vida», y por tanto es algo que hay que preparar bien. En ese sentido, la muerte debe ser esperada y preparada de manera adecuada, lo que implica tener listo todo lo necesario material y espiritualmente para su llegada. Lo más importante es morir bien, y ser bien atendido en la muerte y después de ésta… por eso en aquellas comunidades andinas y amazónicas los funerales tienen ese carácter festivo y comunitario.
Como vemos, la cosmovisión andina, obviamente influenciada por la asimilación del cristianismo de los últimos siglos, tiene una visión muy particular del ciclo vital, que podríamos resumir en cuatro fases: el espacio de la creación, el espacio del nacimiento, el espacio del crecimiento y el espacio de la muerte.
Hay una referencia permanente al Creador “Illa Tecce Wiraqucha”, (la Luz Eterna), que está por encima de todo lo creado: «Hanan Pacha«, y permanece también en cada creatura.
El nacimiento, es la concreción de la creación en cada ser viviente.
El espacio del crecimiento, es particularmente relevante pues hace relación a la conservación y recreación de todo, lo que ahora llamamos “cuidado de la casa común” (Papa Francisco), el orden inherente de la “Pachamama” (madre tierra), que contiene el sentido de la fecundidad que perpetúa la existencia.
Finalmente el momento de la muerte, encierra el sentido de conclusión, de cumplimiento, de culminación… pero considerado como retorno a los orígenes, después de concluida esta etapa de la vida. La muerte en este sentido, nunca es el final, su cosmovisión indica la continuidad del ser dentro de la totalidad existencial del universo.
El hecho de que se preste tanta atención a la muerte, no solamente responde a un posible miedo al castigo, lo que ellos llaman “las penas del alma”, sino sobre todo responde a ese sentido profundo de la muerte percibida como una nueva dimensión en una vida que alcanzará su plenitud.
Obviamente, no podríamos dejar pasar sin considerar un hecho relevante, que surge -diría yo- de la importancia que la muerte entraña para nuestros hermanos quechuas. El hecho de las supersticiones que normalmente acompañan los avatares de la vida de los hombres y de manera muy especial aquellos que escapan a una simple explicación racional o constatación empírica.
Las supersticiones son abundantes en los andes y sobre todo en la selva, y como en casi todas las culturas, han sido la base de lo que los cristianos llamamos: religiosidad popular. Las voces críticas muchas veces la han condenado, aunque en todos los pueblos ha sido y será la base de una fe popular. Yo más bien repudiaría el pensamiento ateo, “que considera la vida como un tiempo encerrado entre dos polos: el nacimiento y la muerte, cuando no creemos en un horizonte que vaya más allá de la vida presente” (lo recordaba el papa Francisco en su catequesis sobre el credo) es decir, cuando se vive como si Dios no existiera.
No es el caso de las comunidades quechuas, que en su respeto por la vida y por la muerte, prueba su fe incipiente en la trascendencia humana aún sin haber conocido la revelación divina en Jesucristo.
Mencionaré algunas de estas creencias, que cuando menos, motivarán nuestra curiosidad, pero sobre todo son la expresión de un corazón humano anhelante de infinito, en cualquier cultura.
Algo muy llamativo son “los presagios”. Se sabe si alguien va a morir. Los andinos afirman conocer y entender los signos de la muerte. Ellos dicen: “la muerte nos visita, la reconocemos y la recibimos”. Algunos de estos signos que identifican son ciertas aves y animales: “el taparaco” (mariposa negra) o el “Buho”. Alguna vez escuché: …Para que una persona se muera, en la noche te llega al techo de tu casa el “huku malawiru”, búho mal agüero y canta muy feo”.
Más llamativo es aún el “atawi” (el ataud), que cobra vida y es la muerte personificada… o el “chumpi” que es un espíritu maligno. También los “gatos negros” (algo que no está muy lejos de nuestra mentalidad occidental, el mal augurio de un gato negro, pasar por debajo de una escalera, o el número 13…)
No puedo extenderme mucho más en estos particulares, pero cuando uno asiste a uno de sus funerales realmente percibe lo importante que es para la vida de la comunidad el cuidado exquisito y depurado del momento de la muerte y todos sus particulares… el velorio, el entierro, el lavatorio, los misachicus, o el ritual de los tres años…
Los preparativos del velorio son impresionantes, pero tienen un sentido profundamente religioso, hasta en los más mínimos detalles, menciono esta frase a modo de ejemplo: “Manan taytanchisman qhilli kuirpunchiswan achhuyuwasunchismanchu” (no podríamos acercarnos a nuestro Señor con nuestro cuerpo sucio). O el rito de los perdones: “Pampachankuna” para estar en paz con los de esta vida “kay wida” y con los de la “otra vida” “huk kaq wida”…
La preparación del equipaje del finado “aya wakichiy”, el camino al cementerio “Aya pusay”, por cierto interminable, y el “Aya p´ampay” que es el enterramiento propiamente dicho. Son todos actos extremadamente protocolares y comunitarios que nos indican la importancia de ese momento para la vida. Ellos dicen: “tal vez en la vida podemos tener indiferencias, pero con el difunto no es posible ser indiferente. Ellos tienen que ser muy bien atendidos y sus recomendaciones deben ser bien escuchadas”.
Conclusión: la muerte, -como en nuestra visión cristiana- es un paso trascendental en la vida porque la vida retorna a su principio, así es la experiencia quechua de la muerte.
Nosotros hablamos de “la comunión de los santos” y en la cosmovisión andina ellos saben que los “ajayus” (las almas de los difuntos) vuelven para compartir en la convivencia de vivos y difuntos una misma comunidad. Convivencia que da sentido de unidad y restauración de la armonía cósmica.
Y es en este sentido que adquiere relevancia la celebración de la fiesta de los difuntos, pues “proyecta a sus comunidades en un sentido de esperanza y realización de la humanidad, más allá de la territorialidad temporal. Las almas contribuyen en la restauración de la armonía y el equilibrio de las relaciones existenciales. Son tiempos propicios para el inicio de una vida nueva”.
Termino mencionando tres expresiones que me dejaron huella, por su profundidad y sentido de fe y esperanza de ese pueblo indígena y que resumen perfectamente la pregunta planteada:
“Hinapaqcha kara” (así será) sinónimo de nuestro “amén” cristiano.
“Kupa hunt’an” (la copa se llenó). Se concluye que la suerte, o la estrella, está completa; por lo tanto no hay porqué desesperarse ni llorar, sino es necesario alegrarse porque todo se completó como estaba decidido desde el principio.
“Hanaq pachamanta qawasunkichis” (desde el cielo les va a mirar) La descripción de la continuidad y articulación de la muerte a la vida, que expresa la no desaparición, sino la permanencia al interior de la familia y la comunidad de por vida. Estas palabras, además de ser esperanzadoras por excelencia, denotan la concepción del andino sobre la muerte.