Cardenal Kurt Koch: San José como figura adviental de la ayuda silenciosa

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Portador de la promesa de David

Cuanto más brilla el sol, más se desvanecen las estrellas. Esta sabiduría cotidiana también se aplica a san José. En la fe cristiana es evidente que Jesucristo, el sol de la salvación, ocupa el centro de la fe cristiana. María, que con su sí a convertirse en Madre de Dios hizo posible el nacimiento de Jesús, fue honrada por la Iglesia desde tiempos muy tempranos. En comparación con la amplia veneración mariana en nuestra Iglesia, la devoción a José es relativamente escasa. En la Sagrada Escritura, José es mencionado únicamente por los evangelistas Mateo y Lucas, y no se conserva ni una sola palabra pronunciada por él. Su veneración en Occidente comenzó recién en el siglo XII; su fiesta apareció por primera vez en el calendario romano en 1621, y su nombre no fue incluido en el canon de la Misa romana sino hasta 1962 por el papa Juan XXIII.

Incluso en la piedad cotidiana de los católicos, san José no parece desempeñar un papel particularmente importante. Con el paso del tiempo, sin embargo, se desarrolló la costumbre de invocar la intercesión de José especialmente en relación con la gracia de una buena muerte, para que también nosotros podamos recibir un día la palabra gozosa de Dios, que ha sido acertadamente elegida como antífona de comunión en la Santa Misa de la solemnidad de san José: «Ven, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25,21). En esta discreción resplandece el misterio más profundo de san José, a quien un gran testigo de la fe de nuestra Iglesia, el padre Alfred Delp, asesinado por los nacionalsocialistas el 2 de febrero de 1945, describió con sensibilidad como un «hombre de ayuda silenciosa».

¿En qué consistía esta ayuda silenciosa de san José? Ante todo, José —por supuesto en unión con María— desempeñó un papel insustituible en la historia de la salvación, ya que gracias a él Jesús pertenecía a la familia de David. Pues esta pertenencia a la familia de David, que su madre no podía otorgarle según la ley judía, solo podía dársela su padre, aunque fuera únicamente como padre legal y padre adoptivo. Solo esta pertenencia a la estirpe de David podía identificar a Jesús ante el pueblo de Israel como el Mesías prometido. Esto se hace particularmente claro en la genealogía de Jesús que Mateo coloca al inicio de su Evangelio, pues se trata de una genealogía davídica.

¿“Solo” justo?

Con esta ayuda silenciosa, José se encontraba en una situación sumamente incómoda. En realidad, estaba atrapado en un dilema imposible. Estar comprometido con una mujer embarazada era considerado un escándalo público en la sociedad de aquel tiempo. Según la ley, tenía dos opciones para resolver esta situación desconcertante con María: podía acudir al tribunal para que María fuera castigada conforme a la ley, es decir, mediante la lapidación, o podía separarse definitivamente de ella por medio de una carta de repudio. Pero ambas opciones habrían conducido claramente a la ruina de María: ya sea la destrucción física por la lapidación o la estigmatización moral de por vida.

El Evangelio de hoy, sin embargo, habla de un tercer camino que José tomó: en un primer momento, José permanece como un hombre honorable y piensa “solo” en despedir a María en secreto. De este modo, José se muestra como un hombre verdaderamente honesto, y el mismo Evangelio lo describe como «justo». No obstante, debemos preguntarnos si José realmente podía ser “justo” actuando de este tercer modo frente a la situación que enfrentaba en la hora de su mayor prueba. Si consideramos el desenlace de la historia, nos damos cuenta de que el comportamiento de José pone en peligro el plan de Dios. Precisamente como hombre piadoso y “justo”, que además tiene claramente la ley de su lado, está a punto de arruinar el futuro desde sus cimientos.

Pero en lugar de juzgar a José, sería mejor mirar nuestra propia vida y preguntarnos si no actuamos también nosotros con demasiada frecuencia como él. José ciertamente merece ser llamado “justo”. Sin embargo, no hace justicia a su propia situación vital, principalmente porque al comienzo se conforma con las posibilidades demasiado modestas de su propia decencia y aún no está abierto a las realidades mucho más grandes que podrían surgir en la situación límite de su vida. Por eso piensa “solo” en separarse silenciosamente de María, sin darse cuenta todavía de que precisamente “en el silencio” tendrá lugar un cambio fundamental. Pues un ángel se le aparece en sueños y lo ilumina en el mejor sentido de la palabra.

Confiar en las promesas de Dios

En este sueño, José reconoce ahora que existen otras realidades que provienen de Dios: precisamente el niño que le había causado escándalo y al que quería abandonar silenciosamente junto con su madre se ha convertido en la promesa viva de Dios. De este modo, José se convierte en el verdadero “testigo” de la Navidad. El hecho de que la promesa de Dios se cumpla es el verdadero milagro de la Navidad, y a los ojos del evangelista Mateo, José es un coactor importante de este milagro. Pues solo en José «el mensaje de la Navidad alcanza su meta, es decir, la respuesta adecuada, la afirmación creyente del ágape de Dios y la vida obediente que brota de este ágape». Al escuchar la voz de Dios, se ha convertido en una verdadera estrella que, aunque se desvanece ante el sol y pasa a un segundo plano, precisamente así se vuelve transparente al sol de Cristo.

Resulta imposible imaginar qué habría sucedido en el nacimiento de Jesús si José no hubiera cooperado y no se hubiera dejado utilizar por Dios, como ser humano, inicialmente demasiado humano. Por ello, José puede servirnos de ejemplo de que también hoy es decisivo para nosotros los seres humanos cómo Dios puede actuar en nosotros y a través de nosotros. Esto presupone, por supuesto, que creamos de verdad que Dios sigue tomando personas a su servicio para continuar su obra en el mundo actual, y que creamos de verdad que Dios, a su manera divina, sigue escribiendo recto con líneas torcidas: también en nuestra vida y también en la vida de la Iglesia.

José se nos presenta no solo como un hombre “justo”, sino como un hombre verdaderamente creyente. Pues el sello distintivo de la fe auténtica consiste en no dejarse encerrar en la jaula de la decencia cotidiana y de una moral mezquina, sino en atreverse a dar nuevos pasos hacia el futuro aún desconocido de las promesas siempre nuevas de Dios. Como Abraham, que creyó contra toda esperanza y por ello le fue acreditada la justicia, ahora también José es llamado “justo” a causa de su fe; y precisamente por esto se ha convertido en el padre de la fe por excelencia.

En ello se manifiesta la lógica superior de la fe cristiana: José, privado de su paternidad terrena y física, se convierte sin embargo en padre, a saber, en padre de la fe. Llegó a serlo al dejarse despertar de su letargo de autocontención y de posibilidades limitadas, y al mirar a los ojos de la promesa divina de una realidad completamente nueva. Junto con esta paternidad de la fe, a José se le confía aún más, a saber, lo más alto que puede ponerse en manos de un padre terrenal. Se le permite proclamar el nombre del niño y, de este modo, hacer su confesión. Este nombre encierra todo un programa: Jesús significa «Dios es liberación y salvación». Lo que el mismo José pudo experimentar en el sueño se convierte ahora también en el contenido de la promesa: Jesús libera a las personas de la jaula de su estrecha decencia y abre un futuro completamente nuevo que va mucho más allá de lo que nosotros los seres humanos consideramos posible.

Convertirse en padres de la fe

Esto presupone, naturalmente, que la promesa siempre nueva de Dios pueda alcanzar su meta en la respuesta correspondiente del ser humano, en su sí creyente a esta promesa de Dios y en su vida obediente fundada en dicha promesa. Precisamente esto fue lo que hizo san José; así llegó a ser verdaderamente el «hombre de la ayuda silenciosa». En este hombre vemos la promesa de que Dios puede realizar cosas grandes de manera pequeña y silenciosa, también hoy en nosotros y a través de nosotros, si estamos abiertos y dispuestos a ello.

Es bueno que, en medio del Adviento, se nos presente a san José y se nos muestre como una figura plenamente adviental. Nosotros, los cristianos, necesitamos hoy esta figura, para que también nosotros seamos despertados por la misma promesa que sacó a José de su sueño y nos abramos a las nuevas realidades de Dios, que también nosotros debemos acoger para que puedan hacerse realidad. Pues tales «padres de la fe» —y, por supuesto, también «madres de la fe»— siguen siendo necesarios hoy.

También hoy necesitamos mujeres y hombres que ofrezcan ayuda silenciosa, que escuchen la palabra de Dios, que participen en su obra de salvación y que, de este modo, se conviertan en una bendición para los demás. El ángel de Dios buscará sin duda entre ustedes, los colaboradores de la obra caritativa Ayuda a la Iglesia Necesitada, a tales mujeres y hombres de ayuda silenciosa, y estoy seguro de que los encontrará. Pues en su labor están llamados, como san José, a vivir como estrellas que señalan a Cristo, el sol de la salvación, y a volverse cada vez más transparentes a Él. También y especialmente en su importante trabajo están llamados a vivir la verdad cristiana escondida en la sabiduría popular: cuanto más brilla el sol, más se desvanecen las estrellas. Esta es la verdad más íntima del tiempo cristiano de Adviento.


Lectura: Jr 23, 5–8
Evangelio: Mt 1, 18–24