«El afán de cada día labra y vislumbra el rostro de la eternidad»

ACN.- El 1 de noviembre es la solemnidad litúrgica de Todos los Santos. Se trata de una popular y bien sentida fiesta cristiana, que al evocar a quienes nos han precedido en el camino de la fe y de la vida, gozan ya de la eterna bienaventuranza; son ya ciudadanos de pleno derecho del cielo, la patria común de toda la humanidad, de todos los tiempos. Igualmente, el 2 de noviembre es el día de la conmemoración de los fieles difuntos. El recuerdo, la oración, la gratitud, y la esperanza son las claves para vivir cristianamente estas jornadas.

En estos días celebramos a todos aquellos cristianos que ya gozan de la visión de Dios, que ya están en el cielo, hayan sido o no declarados santos o beatos por la Iglesia. De ahí, su nombre: el día de Todos los Santos.

Santo es aquel cristiano que, concluida su existencia terrena, está ya en la presencia de Dios, ha recibido -con palabras de San Pablo- “la corona de la gloria que no se marchita”. Son modelos para la vida de los cristianos e intercesores. Son así dignos y merecedores de culto de veneración (nunca de adoración).

El día de Todos los Santos es una oportunidad para recordar la llamada universal a la santidad presente en todos los cristianos desde el bautismo. Se trata de una llamada apremiante a que vivamos todos nuestra vocación a la santidad según nuestros propios estados de vida, de consagración y de servicio.

Y es que la santidad no es patrimonio de algunos pocos privilegiados. Es el destino de todos, como fue, como lo ha sido para esa multitud de santos anónimos a quienes hoy celebramos. Como recita la canción de Cesáreo Gabaraín: “El santo no es un ángel, es hombre en carne y hueso que sabe levantarse y volver a caminar. El santo no se olvida del llanto de su hermano, ni piensa que es más bueno subiéndose a un altar. Santo es el que vive su fe con alegría y lucha cada día pues vive para amar”. La santidad, -en este sentido- se gana, se logra, se consigue, con la ayuda de la gracia, en la tierra, en el quehacer y el compromiso de cada día, en el amor, en el servicio y en el perdón cotidianos. “El afán de cada día labra y vislumbra el rostro de la eternidad”, escribió certera y hermosamente Karl Rhaner. El cielo, sí, no puede esperar. Pero el cielo –la santidad- solo se gana en la tierra.

Por fin, el día de Todos los Santos nos habla de que la vida humana no termina con la muerte, sino que se abre a la luminosa vida de eternidad con Dios. Y por ello, al día siguiente a la fiesta de Todos los Santos, el 2 de noviembre, celebramos, conmemoramos a los difuntos.

La muerte es, sin duda, alguna la realidad más dolorosa, más misteriosa de la condición humana. Como afirmara un célebre filósofo alemán del siglo XX, “el hombre es un ser para la muerte”.  En la antigüedad clásica, los epicúreos habían acuñado otra frase similar: “Comamos y bebamos que mañana moriremos”.

Sin embargo, desde la fe cristiana, el fatalismo y pesimismo de esta afirmación existencialista y real del filósofo Martin Heidegger y de la máxima epicúrea, se iluminan y se llenan de sentido. Dios, al encarnarse en Jesucristo, no sólo ha asumido la muerte como etapa necesaria de la existencia humana, sino que la ha transcendido, la ha vencido. Ha dado la respuesta que esperaban y siguen esperando los siglos y la humanidad entera a nuestra condición pasajera y caduca.

La muerte es dolorosa, sí, pero ya no es final del camino. No vivimos para morir, sino que la muerte es la llave de la vida eterna, el clamor más profundo del hombre de todas las épocas, que lleva en lo más hondo de su corazón el anhelo de la inmortalidad.

Las vidas de los santos, de todos los santos: los conocidos y los anónimos, nuestros santos de los altares y del pueblo, y su presencia tan viva y tan real entre nosotros a pesar de haber fallecido, corroboran este dogma central del cristianismo que es la resurrección de la carne y la vida del mundo futuro, a imagen de Jesucristo, muerto y resucitado.

Por ello, el día de los Difuntos es ocasión para reflexionar sobre la vida, para hallar, siquiera en el corazón, su verdadera sabiduría y sentido. Es igualmente tiempo para recordar –volver a traer al corazón- la memoria de los que amamos. Y ocasión para rezar por ellos. Escribía hace más de medio siglo el Papa Pío XII: “Oh misterio insondable que la salvación de unos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de otros”. La Palabra de Dios, ya desde el Antiguo Testamento, nos recuerda que “es bueno y necesario rezar por los difuntos para que encuentren su descanso eterno”.

Termino con estos versos bellísimos y tan cristianos sobre la muerte del periodista, sacerdote, escritor y poeta español, José Luis Martín Descalzo:

“Morir sólo es morir. Morir se acaba.

Morir es una hoguera fugitiva.

Es cruzar una puerta a la deriva

y encontrar lo que tanto se buscaba.

Acabar de llorar y hacer preguntas,

ver al Amor sin enigmas ni espejos;

descansar y vivir en la ternura;

tener la paz, la luz, la casa juntas

y hallar, dejando los dolores lejos,

la Noche-luz tras tanta noche oscura”.

Angel L. Lorente.

Asistente espiritual de ACN-México

 

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